Es milenario el uso de sustancias que alteran nuestro estado mental y, aunque parezca increíble, ni siquiera somos la única especie que consume sustancias que producen alteraciones mentales. Pensar un mundo sin drogas es una irrealidad.
Thomas Szasz, en Nuestro derecho a las drogas (1992), propone algunas nociones nucleares respecto a las drogas y la libertad. Con base en ello, debe subrayarse lo siguiente: tenemos derecho a las drogas. Con esto no estoy diciendo que haya que consumirlas. No es necesario hacer una apología de las drogas para expresar que tenemos derecho a las drogas, como no es necesario hacer una apología al consumo de hamburguesas para decir que tenemos derecho a comer hamburguesas.
Szasz plantea muy concretamente que, en realidad, la prohibición de las drogas se trata menos de salud que de una cuestión ética, y que, a la vez, esta última está profundamente vinculada a una cuestión estética. Las comunidades chinas eran mal vistas en San Francisco, así que se prohibía el consumo de opio por estar vinculado a esta comunidad. El peyote se vinculaba a los mexicanos y, por lo tanto, también era mal visto, dice Szasz. Se trata de sancionar y de reprimir lo que nos resulta extraño o una amenaza a la cultura propia. Siempre hemos tenido una tendencia a restringir el consumo de lo distinto. Por supuesto ya no tenemos ningún problema con que la gente altere voluntariamente su estado mental a través del whisky o de otras sustancias como, por ejemplo, el café.
Se evidencia que aquí hay una cuestión moral, ética y estética muy fuerte que ha hecho que las políticas respecto a las drogas hayan sido totalmente erradas desde el punto de vista ya no sólo de la libertad, sino también desde el punto de vista de cuestiones de eficiencia. Las políticas respecto a las drogas han sido ineficientes y esto hay que subrayarlo una y otra vez.
En el debate sobre drogas y libertad los prohibicionistas tienen que hacer desaparecer un espécimen de consumidor, que es el mayoritario. ¿Cuál es ese consumidor? El consumidor no adicto. Este tipo de consumidor no entra en el esquema mental de un prohibicionista, para quien un consumidor tiene que ser o bien un redomado adicto o bien un consumidor a punto de convertirse en adicto. No existe el consumo responsable y recreativo. El reconocimiento de este tipo de consumidor —de nuevo, el mayoritario— conlleva que el prohibicionista se vea obligado a revisar sus premisas. Entre ellas, la pregunta ya no sería tanto de cómo es la elasticidad-precio en el mercado de las drogas o en cuánto se incrementará o caerá la demanda, sino si la demanda que se va a incrementar es la de adictos o la de consumidores responsables.
Pero los consumidores responsables no deberían ser una preocupación. El problema, si lo queremos llevar a un terreno de política pública o de argumentos utilitaristas, son los consumidores adictos, a quienes, de paso, las prohibiciones no han ayudado demasiado tampoco. Pero claro, para el prohibicionista todo consumidor es un adicto. Por ende, más honesto sería que el prohibicionista reconozca que su problema no es de cálculo utilitario, sino de índole moral. Su postura sería más o menos la siguiente: «No me gusta que se consuman drogas que no me parece bien consumir. Sin importar las consecuencias, deben prohibirse las drogas cuyo consumo me parece inmoral». Éste sería un debate más sincero.
Por el lado de la oferta, sabemos que los narcotraficantes tienen un armamento pesado (incluso más pesado que el que tiene el propio Estado) y tecnología de punta. Todo ese equipamiento cuesta mucho dinero y todo ese dinero proviene del enorme precio que tiene el producto gracias al mercado negro. Un trabajo de Jorge Castañeda Gutman que se titula El narco: la guerra fallida (2009) muestra cómo el precio de la cocaína aumenta exponencialmente conforme se acerca al destino final. Por ejemplo, el autor plantea que un kilo de cocaína pura en Colombia salía, en el momento de la publicación del libro, aproximadamente por 1.600 dólares. Al llegar a Panamá ya valía 2.500 dólares. En México, en la frontera, salía por 13.000 dólares, 20.000 dólares al llegar a Estados Unidos y 100.000 dólares cuando llegaba a la calle de las principales ciudades de Estados Unidos (Nueva York y Los Ángeles, entre otras).
Esa subida enorme del precio es el costo del mercado negro. Esa exponencialidad es el costo de pagar policías, de pagar para que te dejen cruzar la frontera, de pagar los armamentos, de pagar la seguridad. Y esto es sólo dinero. A esa cuenta habría que sumar las muertes que se producen en los procesos. También habría que poner vidas humanas en los platillos, para hacer el cálculo utilitarista que algunos prohibicionistas hacen de manera sesgada. Todo ese precio va a las arcas de personas que tienen armamentos sofisticados y que ganan territorios a sangre y fuego. Ahí reside un gran problema que los prohibicionistas no quieren reconocer: la prohibición sólo sirve para que los narcos hagan fabulosos negocios y para que, defendiendo esos fabulosos negocios, corrompan funcionarios e intervengan todos los niveles del Estado.
Szasz plantea muy concretamente que, en realidad, la prohibición de las drogas se trata menos de salud que de una cuestión ética, y que, a la vez, esta última está profundamente vinculada a una cuestión estética.
¿Pero qué pasaría si se liberaran las drogas? Simplemente recordemos las profecías que se esgrimían a la hora de volver a liberalizar el alcohol en Estados Unidos en el siglo XX: las familias se van a romper, la gente no va a trabajar, el sistema productivo va a colapsar porque la gente no va a poder administrar la ingesta de alcohol, van a tomar y tomar y tomar, y no les va a importar más nada. Por supuesto no sucedió nada de eso, y por supuesto no va a pasar nada si se permite que la gente consuma libremente drogas. La evidencia empírica abunda por todas partes.
De hecho, muchos referentes de la guerra contra las drogas — incluso gente que se jugó la piel en estas contiendas— han terminado reconociendo que fue un fracaso. César Gaviria, el presidente que combatió a Pablo Escobar, terminó siendo un defensor de la legalización y la despenalización del consumo de drogas. ¿Por qué? Porque vio en carne propia que nunca se le gana al narcotráfico. Repito: nunca se le gana al narcotráfico.
Nunca existirá un mundo sin consumo de sustancias que alteran el estado mental. La gente siempre ha consumido drogas y lo seguirá haciendo. La demanda está. Entonces, si realmente no puedes castigar la conducta porque no tienes el músculo necesario (porque, incluso, algunos delitos no los quieres castigar: no quieres encarcelar a un joven por un cigarrillo de marihuana), ¿por qué no repensar si esa conducta debe tener como herramienta el derecho penal? Hay que cruzar la barrera de la despenalización y la no criminalización, hacia la legalización, que puede ser incluso en un marco regulado. Así se convertirá la situación actual en algo mejorador. Debe cruzarse del rojo al verde en el sentido de que esta conducta ya no está penada. Porque, insisto, no es inmoral consumir una sustancia. Es tu propio cuerpo. No hay daño a terceros. Por cierto, hay gente a la que no se le permite acceder a tratamientos con cannabis que son alicientes, que son aliviadores, que generan que no sufran dolor. Prohibir este alivio bajo un argumento moral —o de moralina— no tiene ningún sentido.
El prohibicionismo incurre en muchas falacias. La falacia de pendiente resbaladiza: empezaste aquí fumando marihuana y terminas allí en una casa del crack, siendo adicto a todo. Es una falacia. Eso no se demuestra empíricamente. Hay un montón de consumidores de marihuana que no consumen otras drogas, y un montón de consumidores de otras drogas que no consumen marihuana. Pero, además, está la falacia de que consumir drogas te convierte en delincuente. Otro argumento incomprobable y falaz.
De nuevo, invisibilizan y no quieren ver la realidad del consumo recreativo, no adicto y mayoritario. Para mantener la invisibilización opera la persecución de la apología. Es algo perverso que quien consume recreacionalmente drogas no lo pueda manifestar abiertamente. Se descubriría que alguien puede consumir drogas ocasionalmente y ser un ciudadano bueno, responsable, productivo y funcional. Eso molesta mucho a los prohibicionistas.
Antonio Escohotado es un escritor prolífico de varios temas, pero se lo conoce sobre todo por la rama de las drogas y ahí puede apreciarse cómo ha aunado a gente que no tiene nada que ver con el liberalismo. Lo que hizo con la Historia general de las drogas, de la cual existe una versión abreviada, es un trabajo descomunal: arrastró todo lo que tenía que ver con sustancias que se utilizaban para alterar la mente, que se utilizaban como drogas, en la historia de la humanidad, desde los inicios del Homo sapiens a la Historia Antigua, la Edad Media, la Edad Moderna, tanto en Oriente como en Occidente. Y la fase de prohibición, restricción y desregulación dependió de los distintos usos que se le dio al alcohol, al peyote, al hachís, a la cocaína y demás.
Su trabajo es genial porque, además de ser acaso el más grande estudioso sobre el tema de habla hispana, él es un «drogonauta», un «sustancionauta» que ha experimentado en su propio cuerpo las sustancias. La última parte de su tratado tiene todo un capítulo llamado Fenomenología de las drogas, donde analiza una por una las sustancias (desde el punto de vista de la posología, de sus principales usos) y donde también analiza los efectos subjetivos. Es ahí donde Escohotado cuenta, poniéndolo en términos mundanos, el «viaje» que se ha pegado con cada sustancia. No puede ni siquiera empezar a entenderse el fenómeno «drogas» sin echarle un vistazo a la obra de Escohotado.
Pero más allá de las simpatías o enconos que despierte el consumo de drogas, cabe subrayar una vez más que se trata de una cuestión de libertad. Nada tiene de malo mantenerse al margen del consumo de sustancias que alteran el estado mental, pero no hay una buena razón para imponer por la fuerza a otros que hagan lo mismo. El cuerpo de cada uno es de jurisdicción propia, de sagrada propiedad, de proyección de nuestra personalidad e identidad.
Intervenir el cuerpo a través de leyes es un acto tan injusto como ineficiente, que marida mal con el liberalismo y con el respeto del ser humano.
Alejandro Bongiovanni
Alejandro Bongiovanni es abogado de la Universidad Nacional de Rosario, magíster en Derecho y Economía de la Universidad Di Tella y magíster en Economía y Ciencia Política en ESEADE. Es director de Fundación Libertad, ONG liberal creada en 1988 en Rosario, Argentina.
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