De Catequesis en La Paz a la Filosofía de Kierkegaard. Un Viaje de 40 Años Explora la Desconexión de los Valores y el Auge del Buenismo
Corría 1987, tenía 13 años y fui invitado por mi madre a unas charlas en la parroquia de San Agustín en La Paz (Bolivia); bueno, pensándolo bien, más que invitado fui chantajeado a asistir a esta serie de catequesis para lo que ellos llaman “un itinerario de formación católica, válida para la sociedad y para los tiempos de hoy”, me refiero al Camino Neocatecumenal que fuera iniciado por el español Francisco Argüello en 1964.
De esa experiencia, me quedó marcado que ellos postulan que la sociedad actual atraviesa, desde mediados del siglo XX, por un proceso de secularización generalizada. ¿Secularización, qué palabra es esa? En aquellas épocas, claro, no había Wikipedia y las computadoras eran ciencia ficción para mí y para poder saber el significado de este término tenía que buscarlo en el diccionario Larousse Ilustrado, pero hoy cumplí mi sueño con solo un click.
Recurrí al “buen” (ya hablaremos más delante de este término) Google y me señala acerca de esta palabrita que secularización es la desaparición de los signos, valores o comportamientos que se consideran propios o identificativos de una confesión religiosa.
Sin embargo, la explicación neocatecumenal es -en mi criterio- más precisa, ya que señalan que la secularización, además del concepto anterior, lleva a la humanidad hacia la muerte óntica, a la cual tanto miedo le tenía el filósofo danés Soren Kierkegaard.
Kierkegaard, sostiene que la muerte óntica es aquella que trasciende lo meramente biológico, simbolizando una pérdida profunda de la autenticidad y del sentido existencial del individuo, una desconexión de los valores y significados trascendentes. Así, la muerte óntica -en palabras simples- es la muerte en vida, el sinsentido de ella.
Y, volviendo a entender un poco más las connotaciones de la secularización, su concepto encierra también una relación con el tiempo del latín “saeculare”, siglo; pero también con el mundo y lo mundano. El origen etimológico de «mundano» (del latín «mundanus») se refiere a las preocupaciones terrenales y seculares, en contraste con lo espiritual. En suma, hablar de secularización, muerte óntica y mundo refleja un modo de cómo los seres humanos han percibido y categorizado la realidad.
¿Cómo estas acepciones –siglo, mundo, muerte óntica, secularización– se interrelacionan? Tal vez, después casi cuarenta años en que las escuché van tomando sentido, ¿acaso los humanos cíclicamente perdemos valores y nos volvemos mundanos y, así, lo secular se opone a lo sagrado? ¡Oh, sorpresa! Claro, la secularización nos conduce a la muerte del ser por falta de valores que nos sume en lo mundano y esto se da de manera cíclica en las sociedades.
LOS 90, DÓNDE LA POSTMODERNIDAD SE ASOMA.
También recuerdo que, a principios de los noventa del siglo pasado, según contaban los catequistas del camino Neocatecumenal, el por entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe del Vaticano, un alemán de apellido Ratzinger (Joseph Aloisius), el más cercano colaborador del papa San Juan Pablo II y que fue más conocido por convertirse -años después- en el papa Benedicto XVI; era el hombre más minucioso, detallista y por qué no, incisivo cuando de preceptos y cánones se trataba. En palabras de Peter Seewald, autor del libro “Benedicto XVI, una mirada cercana”, Ratzinger enseñaba a captar la fe como un proceso, como una historia, como un camino, algo dinámico, de ese modo existe la libertad del presente.
Bajo esta mirada, la fe no es un don que se impone ni obliga a nadie. Entonces viendo los hechos actuales tal vez no cabe duda que estamos en proceso de total secularización del mundo, porque pocos ya abrazan la fe, ya que los principios judeocristianos no imponen a nadie la obligatoriedad de seguir sus criterios, en este sentido es principio fundamental de la Iglesia la libertad del hombre.
Kierkegaard, sostiene que la muerte óntica es aquella que trasciende lo meramente biológico, simbolizando una pérdida profunda de la autenticidad
Más allá de dogmas eclesiales, nuestro mundo explicado desde la filosofía y la deontología está en el cénit del postmodernismo, como lo explica el filósofo boliviano Gustavo Pinto Mosqueira en su libro “La Postmodernidad, Un laberinto de Respuestas” cuando señala que esta etapa es “…realización completa de las promesas de la modernidad…”.
¿Se acuerdan esas promesas de finales del siglo XX? Automatización, comunicaciones en tiempo real, virtualidad, bienestar, economía accesible, igualdad; y Pinto continúa diciendo que se puede también entender este periodo como el “…total rompimiento con lo que es, o era la modernidad, es decir una situación posthistórica” y -por qué no- distópica.
Bueno pues, en este caldo de cultivo es que ebulle la progresía y el buenismo, hijos del postmarxismo gramsciano. A cerca de ellos, el periodista y actor chileno Bruno Ebner señala que:
“El buenista es un occidental, casi siempre de izquierda, que tiene un extraño síntoma de aversión a la cultura occidental. Es un curioso caso de acomplejado por la idiosincrasia propia. El buenista acepta, comprende y valora todas las culturas, y siempre encuentra una explicación para tradiciones o situaciones de otras sociedades que a cualquier «no buenista» le chocarían. Menos en la propia. Un buenista químicamente puro sería capaz de aceptar que su hija lleve un burka en pleno Madrid para no ofender a los musulmanes furiosos, antes que defender con garras la sociedad europea laica y con libertades donde vive. Todo, con tal de que el inmigrante, o el europeo hijo de inmigrantes, no se «ofenda».”
Ebner continúa advirtiendo que el buenista tiene terror a ofender a otras culturas o colectivos. Salvo a la suya, claro. Así un buenista aprueba y participa con entusiasmo, por ejemplo, en ritos religiosos que no son de su propia tradición y cultura (verbigracia k’hoas y ch’allas, en Bolivia y van de tour a las profundidades del Amazonas por un chamán que les prepare una infusión de ayahuasca), pero a la vez incendia una iglesia católica, grafitea su atrio y dice que su acto es reivindicativo de qué, no lo sé. Es partidario del aborto, pero extrañamente sus padres le permitieron nacer y estar vivo. Además, les encanta abrazar árboles, como Ronald Reagan los describía, algunos fantasean con casarse con uno. Piensan que hay una sobrepoblación mundial, pero cuando se les pregunta si ellos son parte de esa sobrepoblación se quedan en estado de animación suspendida hasta que uno vuelve la mirada, momento en el cual aprovechan para huir al bosque, ¿al bosque? ¿dónde los osos? por supuesto que no, sino a denunciar en su dispositivo móvil de última generación que fueron hostigados por un facho ultraderechista, conservador, antiderechos, heteropatriarcal.
Esas incongruencias también yo las vi, las palpé y fui parte de ellas; gracias a Dios, en un momento de mi vida se aclaró todo, o al menos parte. Y así, en este vaivén de eras y pensamientos, nos encontramos navegando en las turbulentas aguas de la postmodernidad. Hemos “abrazado” la inmediatez y la virtualidad, la comunicación instantánea y la automatización, pero ¿a qué precio? Los valores que una vez anclaron nuestras almas, esos que nos ofrecían un faro en la tempestad de la existencia, parecen disolverse como niebla al amanecer.
Nos hallamos en un laberinto de respuestas, como diría Pinto Mosqueira, y en un remolino de preguntas, un escenario que ha dejado un vacío existencial. ¿Seremos capaces de redescubrir un equilibrio, de abrazar y entender que el respeto irrestricto a la vida humana, la libertad individual, su proyecto de vida y el respeto al fruto de su trabajo son las sencillas pautas para la convivencia en paz de los seres humanos?
Tengo fe que sí.
Omar Aldayuz M.
Comunicador Social, Actor y Carpintero
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