Planificar la libertad: Hayek vs. Mannheim | Santiago Navajas

 

Si busca en Google la expresión «planificación para la libertad», casi todos los resultados le dirigirán a un ensayo que presentó Ludwig von Mises en 1945 (publicado en 1952) titulado de la misma manera. En el mismo, Mises critica a los que como Keynes y Beveridge se plantean una tercera vía entre la planificación totalitaria comunista y fascista, por un lado, y los partidarios del laissez faire, por el otro. Lo paradójico es que por las mismas fechas Hayek publicó Camino de servidumbre (1948), en el que se distanciaba de la doctrina decimonónica del laissez-faire del liberalismo tradicional y planteaba a su vez una tercera vía liberal en la senda que había abierto el Congreso Lippmann de 1938 en París, de donde también surgiría el ordoliberalismo o liberalismo social alemán, responsable de la reconstrucción de Alemania tras la II Guerra Mundial, con la Escuela de Friburgo de Eucken, Rüstow y Erhard.

Mises no lo menciona explícitamente, pero el más relevante de los planificadores para la libertad en el plano teórico era Karl Mannheim. Si Keynes destacaba en el plano de la economía y Beveridge en el de lo social, ambos desde posiciones muy cercanas al Partido Liberal, Mannheim era un emigrado en el Reino Unido, donde había recalado en la London School of Economics. Durante su vida fue etiquetado en formas contradictorias. Popper lo denominó «ingeniero utópico» y Hayek, «amenaza para la libertad». Sin embargo, K. H. Wolff pensaba que era «un liberal» y Salvador Giner, que proponía «un diagnóstico liberal con solución socialista».

Junto a los mencionados Camino de servidumbre y Planificación para la libertad, dos libros fundamentales contra la hegemonía del pensamiento marxista fueron La sociedad abierta y sus enemigos, de Karl Popper, y Libertad, poder y planificación democrática, de Karl Mannheim. El pensador húngaro se unía a los pocos (de Arendt a Camus) que se atrevían a comparar al comunismo con el fascismo:

La planificación totalitaria en sus dos variantes, el fascismo y el comunismo.

Para argumentar sobre la imposibilidad y la inutilidad de la revolución, por lo que solo cabía plantear cambios en clave de reforma, ofrecía un dato a favor del derecho a llevar armas:

Cada hombre representaba un fusil, cada fusil un hombre, y diez mil o cien mil hombres, especialmente después de la guerra perdida, podían volverse contra el tirano. Esta es la verdadera raíz de la democracia.

Estos son pespuntes que nos permiten apreciar a un pensador inclasificable, en cuanto era más dado a las ideas que a las ocurrencias, además de ser fiel a la verdad en un tiempo de ideologías (a las que definió como «un sistema de ideas que busca ocultar el presente interpretándolo desde el pasado»).

En la London School of Economics, Hayek coincidió con Beveridge y Mannheim, como hemos dicho dos de los principales líderes intelectuales de lo que podríamos denominar planificación para la libertad. Los tres serían referentes fundamentales tanto para liberales como para socialdemócratas en sus diversos modos de articular la libertad, la democracia y el capitalismo. Tanto conservadores como socialistas buscarán lo que Mannheim denominará «articulación orgánica» (Gliederung), que las haga semejantes a sociedades como las de las hormigas o las abejas. En estas sociedades podrían funcionar bien el socialismo, bien el conservadurismo, sobre la base de la homogeneidad y la cohesión social. Para sociedades complejas, heterogéneas y abiertas –humanas–, mejor el liberalismo. Los colectivistas de todos los partidos buscan una articulación orgánica de la sociedad que las haga semejantes a estructuras jerárquicas en las que lo que se pierde en libertad se gana en orden e igualdad. Liberales como Hayek y Schumpeter son más partidarios de articulaciones dialécticas en sentido hegeliano, en que las contradicciones sociales surgen de la dinámica de la historia, en el proceso que Schumpeter denominará «destrucción creadora».

La concepción orgánica de la sociedad para un socialdemócrata como Mannheim se concreta en una «sociedad planificadora absoluta». En lugar de confiar en la espontaneidad de la sociedad civil regulada por el Estado para establecer las reglas del juego que dejen libertad a los individuos para actuar, Mannheim cree que hay que imponer una coordinación desde el Estado, de modo que se armonicen las fuerzas de la industrialización, la urbanización y la burocratización, que en caso contrario conducirían a un caos social desintegrador. La vanguardia del proletariado que estaba desarrollando la dictadura comunista en países como la Unión Soviética y China, además de sus satélites, se transformaría, en la «planificación para la libertad» de Mannheim, en una «vanguardia de la burguesía» donde una élite intelectual, consistente en técnicos planificadores y seleccionada en una partidocracia de elecciones libres, alcanzaría un equilibrio óptimo entre la jerarquía planificadora en los distintos niveles y el respeto a ciertas normas de libertad individual, para finalmente conseguir el sueño de una «buena sociedad».

En el prefacio a Libertad, poder y planificación social sintetizaba así su programa planificador:

Este es un libro sobre los principios de una sociedad planificada y, sin embargo, democrática: una sociedad organizada estrictamente en algunas de sus esferas básicas y que, sin embargo, ofrece libertad allí donde la libertad es esencial. Nos proponemos planificar para la libertad.

En Hombre y sociedad define planificación como «la reconstrucción de una sociedad históricamente desarrollada en una unidad que es regulada por la humanidad de un modo cada vez más perfecto, desde determinadas posiciones centrales» o «un afrontar consciente las fuerzas que originan el desajuste en el orden social, sobre la base de un conocimiento cabal de todo el mecanismo social y su manera de funcionar».

Tratando de evitar la planificación totalitaria, Mannheim se ha arrojado en brazos de la planificación autoritaria. En todos ellos late lo que podríamos denominar el síndrome de Platón, la creencia de que hay un sector de iluminados que ha logrado salir de la caverna de la ignorancia y los prejuicios, además de estar legitimados para imponer al resto su conocimiento cabal. Mannheim considerará que la toma de decisiones ha de hacerse tras una «discusión pública», pero ha de quedar claro que en dicha discusión pública sólo se tendrán en cuenta a aquellos que hayan demostrado un «conocimiento cabal». No hay posibilidad de salir en el planteamiento intelectualista de Mannheim del oxímoron entre planificación y libertad, como denunció Hayek en Camino de servidumbre.

Pero hay puntos de contacto entre Hayek y Mannheim. Ambos se distancian en sus libros de los extremos anarquistas y totalitarios de la organización social. Del anarquismo de derechas por una parte y del fascismo y el comunismo por la otra.

Liberales como Hayek y Schumpeter son más partidarios de articulaciones dialécticas en sentido hegeliano, en que las contradicciones sociales surgen de la dinámica de la historia, en el proceso que Schumpeter denominará "destrucción creadora".

En Camino de servidumbre Hayek dejó claro que no era partidario del laissez-faire de los liberales toscos:

No hay nada en los principios básicos del liberalismo que haga de éste un credo estacionario, no hay reglas absolutas establecidas de una vez para siempre. El principio fundamental, según el cual en la ordenación de nuestros asuntos debemos hacer todo el uso posible de las fuerzas espontáneas de la sociedad y recurrir lo menos que se pueda a la coerción, permite una infinita variedad de aplicaciones. En particular, hay una diferencia completa entre crear deliberadamente un sistema dentro del cual la competencia opere de la manera más beneficiosa posible y aceptar pasivamente las instituciones tal como son. Probablemente nada ha hecho tanto daño a la causa liberal como la rígida insistencia de algunos liberales en ciertas toscas reglas rutinarias, sobre todo en el principio del laissez-faire.

En Libertad, poder y planificación democrática, Mannheim se distancia de la planificación para la esclavitud de los comunistas:

El comunista comienza con una fe fanática en la perfectibilidad de la condición humana y del orden social (…) Con su insistencia en la proposición de que la sociedad sólo puede ser transformada esencialmente por la violencia, destruye el medio en que podrían llevarse a cabo reformas graduales. Al destruir las esperanzas de los reformadores, crea una situación en que nada puede sobrevivir, a no ser la mentalidad revolucionaria o la mentalidad reaccionaria extremistas.

Mannheim explica en diez puntos cuál es su propuesta para una «planificación democrática», que, como hemos visto, dirige a la libertad. Atención al verbo que utiliza (en cursiva por mi parte): «Nuestra tarea estriba en edificar un sistema social mediante la planificación». En primer lugar, es una planificación a salvo de los grupos de presión, sean de empresarios o de trabajadores. Este es un requisito con el que estarían de acuerdo tanto Adam Smith como Hayek, por tanto, inequívocamente liberal. El segundo punto es más conflictivo, en cuanto que sería una planificación encaminada a la «justicia social», pues este ha sido un concepto discutido y discutible en la tradición liberal, ya que se entiende que ha sido un pasaporte para una intervención del Estado a favor de determinados grupos políticos y sus cuotas de poder con la excusa de la ayuda a los más vulnerables. Sin embargo, tal y como la establece Mannheim, también cabe considerar una justicia social inequívocamente liberal, pues rechaza la igualdad absoluta, el viejo dogma social-comunista, y tiene en cuenta la aplicación de recompensas según la situación personal y la «verdadera igualdad», que podemos entender que es la de oportunidades.

El tercer punto de la planificación socialdemócrata de Mannheim sería matizable para un liberal, dado que pretende eliminar los extremos de riqueza y pobreza. La objeción es obvia: mientras que la pobreza es un mal absoluto, ¿por qué lo sería la riqueza? En esta planificación socialdemócrata, supongamos que a través de impuestos, se dan dos supuestos. Por un lado, que se produce una suma cero entre riqueza y pobreza. Por otro lado, una situación de envidia hacia los ricos por el mero hecho de serlo. La izquierda ha pecado siempre de plutofobia, odio a los ricos. El prejuicio contra los ricos y contra la riqueza ha hecho que se oculte cuál es el verdadero y auténtico problema social: la pobreza en sí. Y en relación con ella el más genuino progreso de la Ilustración: la salida del mayor número de seres humanos de la pobreza extrema gracias al capitalismo, como nunca en la Historia.

En el plano cultural, la planificación mannheimiana se apunta a obviedades como favorecer la cultura pero sin «nivelación por lo bajo» (no especifica si se refiere al realismo socialista, la filosofía del arte en los países comunistas que exigía una mediocridad ,dado que los trabajadores socialistas no daban mucho más de sí), amén de ser favorable al progreso sin suprimir lo valioso que hay en la tradición (de nuevo una posible referencia a los ingenieros de almas comunistas que tanto en la URSS como en China trataban de empezar de cero la historia cultural de la humanidad, cancelando a todos aquellos que fuese imposible domesticar, de Shakespeare a Mozart). Esta planificación para la cultura excelsa pero no demasiado todavía la sufrimos hoy en día con las televisiones públicas que supuestamente contrarrestan los efectos perjudiciales en clave cultural de las televisiones privadas, aunque en realidad se dedican a la propaganda gubernamental con la excusa cultural. Este tipo de paternalismo cultural, tan intervencionista como condescendiente, será una de las fricciones más fuertes entre el paradigma liberal y el socialdemócrata.

Pero es en el quinto punto donde más claramente se pone de manifiesto que la «planificación para la libertad» mannheimiana es un mero encubrimiento de una agenda intervencionista que, en nombre de la libertad, trata de cercenarla. Establece Mannheim que hay que llevar a cabo una planificación

que contrarreste los peligros de la sociedad de masas, coordinando los instrumentos de control social, pero interviniendo solamente en los casos de degeneración institucional o moral, definidos por el criterio colectivo.

Parece mentira que Mannheim, que ha vivido en propia carne lo que fascistas y comunistas caracterizaban como «casos de degeneración institucional o moral», pueda defender que es posible un control social que no caiga bajo ese criterio en lo que luego rechazará como «regimentación».

El ejemplo paradigmático con el que Mises atacará esta «planificación para la libertad» que ilustra su categorización de un Estado mínimo en tamaño y rango de acción es el mercado de las drogas. Recordemos que cuando escribió Liberalismo se había proclamado en Estados Unidos la Ley Seca (en vigor desde 1920 hasta 1933), es decir, la prohibición del alcohol destilado dedicado a la bebida. En el resto del mundo también estaba muy restringida la compraventa de otras drogas, como el opio o la cocaína. Los argumentos para estas medidas prohibicionistas suelen ser de corte utilitarista. Justifican la intervención del Estado en las decisiones de los ciudadanos sobre su vida en el bien común y en la supuesta falta de control de una parte considerable de los ciudadanos sobre sus propias vidas. Una vez se ha consagrado este principio utilitarista –que antepone el presunto bienestar de todos (en términos de salud pública o seguridad colectiva) al bienestar individual–, la intervención del Estado a la hora de configurar la vida de los individuos (desde qué tipo de drogas pueden emplear hasta si han de llevar casco en la moto y cinturón de seguridad en el coche, o el tipo de dieta que deben seguir) es indiscutible y sólo queda establecer el grado y la extensión de la misma.

Mises reconoce, aunque sea como cuestión retórica, que el alcoholismo y la drogadicción son perjudiciales para los seres humanos. Pero de eso no se sigue lógicamente que el Estado deba intervenir en el funcionamiento del mercado, mucho menos prohibiendo determinadas mercancías y servicios por que haya alguien que abusa de ellas o haya un «criterio colectivo», en palabras de Mannheim, o una «voluntad general», como diría Rousseau, que pretenda imponerse a lo personal e individual. Tampoco que el Estado tenga la capacidad de resolver el problema con intervencionismo y prohibición (lo que parece obvio tras un siglo de ingentes recursos estatales gastados en lo que se denominó «guerra contra las drogas»: el uso del lenguaje bélico no es casual, sino un modo de justificar una movilización colectiva de dinero y de consenso social para alcanzar un único fin presuntamente superior que justifica cualquier medio). Además, argumenta sobre los efectos colaterales que provienen de efectos no deseados de las intervenciones bienintencionadas.

Mannheim, como Keynes y Beveridge, fue uno de los liberales que se dejaron arrastrar del racionalismo crítico, prudente y reformista a uno constructivista, ideológico y utópico en el que la reconstrucción de lo social se debía hacer desde un elitismo de una razón sustantiva que despreciaba a aquellos que caracterizaban como «hombre-masa». En lugar de articular una tercera vía entre el conservadurismo y el socialismo, según el paradigma del liberalismo social, Mannheim diseñó una tercera vía entre el liberalismo y los totalitarismos configurando una propuesta que, sin llegar a ser totalitaria, sí era manifiestamente antiliberal, es decir, intervencionista, paternalista, excluyente, condescendiente y, por muy soft y light que se presentase, profundamente autoritaria. Huyendo de 1984 de Orwell, terminó justificando la distopía de Huxley Un mundo feliz. Los presuntos alienados por el sistema capitalista deberían ser reeducados mediante una rediseño cultural que transformase tanto su pensamiento como su conducta para amoldarse al ideal del «hombre nuevo». Esta soberbia intelectualista llevó a Mannheim a profesar la fatal arrogancia que denunció Hayek, sobre todo entre aquellos vinculados a la izquierda académica. La «planificación para la libertad» tal y como la planteó Mannheim es una contradicción en los términos pero queda como referente de que también los socialistas pueden ser seducidos por el valor de la libertad. Y como pregunta: ¿hay algún modo de planificar la libertad que no sea desde el racionalismo constructivista sino desde el racionalismo crítico?

Bibliografía

Hayek, Friedrich. Camino de servidumbre. Unión Editorial, Madrid, 2008.

Mannheim, Karl. Libertad, poder y planificación democrática. Fondo de Cultura Económica, México, 1953.

Mannheim, Karl. El Hombre y la Sociedad en la época de crisis. Revista de Derecho Privado, Madrid, 1936.

Mises, Ludwig. Liberalismo. Unión Editorial, Madrid, 2005.

Mises, Ludwig. Planificación para la libertad y otros ensayos. Centro de Estudios sobre la Libertad, Buenos Aires, 1986.

Schumpeter, J. A. Capitalismo, socialismo y democracia. Folio, Barcelona, 1984.

 

Picture of Santiago Navajas

Santiago Navajas

Santiago Navajas Gómez de Aranda es Licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad de Granada, para completar su formación académica con un Máster en Análisis y Gestión de la Ciencia y la Tecnología

No te lo pierdas

Bloqueando a los que Bloquean | Carlos Ledezma

Cuentan las crónicas del 15 de agosto de 2011 que, el médico Nils Cazón prestaba auxilió a un menor de apenas ocho años en el puesto de salud de Yunchará (Tarija, Bolivia), debiendo trasladarlo de urgencia al hospital San Juan de Dios de la capital tarijeña, debido al cuadro séptico de

Leer Más >>

“No Eran Verdaderos Socialistas” | Gonzalo Flores

Cada vez que un experimento socialista fracasa, aparecen defensores diciendo que los autores del fracaso “no eran verdaderos socialistas”. Así, aunque a veces dejan a los autores a que sufran su destino, eximen de culpa al socialismo, a la idea colectivista misma, y abren las puertas para que otros socialistas

Leer Más >>

«Cada individuo se esfuerza siempre para encontrar la inversión más provechosa para el capital que tenga». Adam Smith

Scroll al inicio