Liberalismo: el enemigo fundamental del fanatismo | Mario Vargas Llosa

El nacionalismo parte de una ficción. Es un movimiento, y siempre lo ha sido, retrógrado, que cree que en el pasado había un modelo que resucitar: el de una sociedad homogénea donde todos tenían las mismas creencias, las mismas convicciones, las mismas costumbres, adoraban a los mismos dioses y hablaban una lengua común. Nunca fue así. Jamás existieron esas sociedades tan profundamente homogéneas que son el modelo de todos los nacionalismos.

Lo que existió en ese pasado que añoran los nacionalistas fue la tribu. La tribu no era una comunidad homogénea, sino una comunidad en la que la necesidad había agrupado a personas de diferentes maneras de actuar y de creer, incluso de hablar.

El individuo, entonces, no existía. Era la tribu, la masa. El individuo era apenas una parte de la tribu y ello era indispensable para defenderse de un mundo que estaba lleno de peligros, donde no se sabía si el trueno, el rayo, la fiera, iban a acabar de pronto con la existencia de esa comunidad.

El progreso humano, esa sociedad que el hombre era capaz de imaginar distinta de aquella que tenía e incluso mejor que aquella que tenía, fue creando al individuo soberano, fue permitiendo que los individuos de la tribu se distanciaran y se diferenciaran unos de otros, y que cada uno, poco a poco, fuera eligiendo cada vez más la vida que quería tener. Al final surgió la sociedad democrática. Y surgió aquí, en el Occidente.

Fue una sociedad que reconoció, por fin, el derecho de los individuos a existir dentro de ella respetando esas diferencias. Esas diferencias eran incluso estimuladas dentro de un sistema de convivencia que representaba la verdadera civilización.

El individuo es un producto de la civilización. El individuo es un producto de la libertad que representó ese progreso en el cual fue naciendo el individuo. Le fueron reconocidos sus derechos y le fue reconocido, sobre todo, el derecho a la diferencia, a ser distinto a los demás. Eso fue la democracia y su locomotora fue la doctrina liberal: una doctrina inseparable, por supuesto, de la libertad, del derecho a la diferencia, que fue inyectando a esa sociedad democrática cada vez más derechos que en el pasado ni siquiera se sabía que existían y que hoy en día nos parecen fundamentales. El derecho a elegir la religión o la falta de religión; el derecho a elegir el sexo; el derecho de la mujer a no ser considerada un objeto como lo es considerada todavía en muchas sociedades de nuestro tiempo.

La última vez que vino a España pocos meses antes de morir, Karl Popper, el gran filósofo, dio una conferencia de prensa en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, en Santander. Los periodistas le preguntaron sobre lo mal que andaba el mundo y él respondió: «Efectivamente anda muy mal, pero cada vez que ese pensamiento nos desmoralice y nos paralice, recordemos, por favor, que a pesar de todo lo que anda mal en este mundo, nunca en la larga historia de la humanidad hemos estado mejor».

Eso es verdad. Aunque muchas cosas anden mal, nunca hemos tenido tantas herramientas para combatir aquello que anda mal y mejorar el mundo.

Una de las buenas cosas que le ocurren al mundo de nuestros días es la globalización. Me refiero al hecho de que las fronteras que separan a los países y que los han enemistado tantas veces en el pasado vayan desapareciendo con la creación de mercados mundiales y también con el tránsito cada vez más constante, cada vez más numeroso, de las distintas sociedades humanas que se conocen, que descubren sus denominadores comunes y que reemplazan los viejos prejuicios y estereotipos por el conocimiento racional.

Contra todo eso se subleva el nacionalismo. El nacionalismo nunca desapareció de nuestra historia. Periódicamente y, sobre todo en los momentos de transición hacia un mundo mejor, apareció incluso en las sociedades más avanzadas ese movimiento retrógrado que quería retornar al pasado mítico, el de la tribu, el de las sociedades homogéneas en las que todos tenían los mismos dioses o las mismas costumbres, la misma lengua, las mismas creencias. Una fuente de división, de enemistades y de violencia que sólo es comparable a aquella que las creencias religiosas han desatado a lo largo de la historia.

Nada ha hecho correr tanta sangre, nada ha provocado tantas guerras, como el fanatismo religioso y el nacionalismo. Si alguien lo sabe porque lo ha experimentado de manera trágica es Europa. Las dos guerras mundiales que dejaron millones y millones de muertos en el mundo las padeció Europa fundamentalmente debido al nacionalismo. Ese nacionalismo que vuelve a sacar la cabeza en nuestros días y que es, sin ninguna duda, la mayor amenaza para el más generoso proyecto democrático en la realidad de nuestros días: la construcción de Europa.

Europa ha dado muchas cosas extraordinarias al mundo, como la democracia y los derechos humanos. Europa ha sido un modelo que los países que querían progresar, salir de la barbarie y llegar a la civilización, han imitado. Sin embargo, esa Europa —que hoy día construye un proyecto de integración sin el cual no podría estar presente de manera activa y eficiente en el mundo del futuro, en el que los grandes países van a tener un efecto decisivo sobre el resto de la humanidad— hoy está nuevamente amenazada por los nacionalismos. Éstos han crecido a lo largo de Europa en estos últimos tiempos hasta el extremo de ser una fuerza creciente en países como Italia, donde han causado tantos estragos en la historia y podrían llegar a ser el día de mañana dominantes.

El nacionalismo ha provocado ya bastantes estragos en la España contemporánea. No olvidemos que hace cuarenta años España asombró al mundo por una transición política que nadie creía que sería pacífica y desembocaría en una democracia activa, y que pronto se convertiría en una democracia, además, próspera.

El mundo quedó, además, maravillado con esa transición en la que los españoles de muy distintos criterios políticos se pusieron de acuerdo en no entrematarse y en elaborar una Constitución que permitiera el funcionamiento de una democracia integral. Ese fenómeno, la transición, fue un modelo que el mundo recibió con admiración y sirvió de ejemplo para otras transiciones políticas.

España pasó de la dictadura a la democracia, de ser un país cerrado sobre sí mismo a ser un país integrado al resto del mundo. Abrió sus fronteras y el mundo vino a España, encantado con la experiencia que vivía ese país. En estos últimos cuarenta años, España ha progresado de una manera absolutamente extraordinaria desde el punto de vista democrático, cultural, social y, desde luego, económico.

Los problemas siguen ahí, por supuesto. Se les seguirá dando solución, poco a poco, como se han solucionado ya tantos problemas en España, pero la condición fundamental es seguir enfrentando a los nacionalismos con ideas claras y con valentía, sin dejarse intimidar, sin dejarse acobardar por el ímpetu fogoso y siempre irracional con el que suelen actuar.

El nacionalismo es fanático, destructor y sanguinario. Nunca desapareció, es una herencia retrógrada que tenemos del pasado. Es en los períodos en los que hay más inseguridad sobre el futuro, más incertidumbre sobre el futuro, cuando los nacionalismos reaparecen como un refugio. Hay en la sociedad de nuestro tiempo cambios muy profundos. Hoy vemos el fenómeno de la inmigración en Europa con millones de personas que vienen a salvarse. A salvarse del hambre, a salvarse de las persecuciones, de la intolerancia, de la barbarie, del salvajismo que viven en sus propios países. Esa presencia llena de pánico a muchos europeos, absurdamente.

Las estadísticas no han convencido nunca a nadie, pero todos los estudios nos dicen que si Europa quiere seguir manteniendo sus altos niveles de vida necesita inmigrantes, que en lugar de cerrarle las puertas tendría que abrírselas a muchísimos más, si quiere seguir teniendo esos altos niveles de vida que ha alcanzado. La presencia de los inmigrantes es uno de los instrumentos que más utilizan los nacionalistas para aterrorizar a los demás.

El nacionalismo está montado sobre una ficción de base: la existencia en el pasado de una sociedad modélica y homogénea, y de esa mentira derivan muchísimas otras mentiras. Hay una visión nacionalista de la historia que es profundamente engañosa, que no busca la verdad, sino la justificación del nacionalismo actual en nombre del pasado.

Lo que existió en ese pasado que añoran los nacionalistas fue la tribu. La tribu no era una comunidad homogénea, sino una comunidad en la que la necesidad había agrupado a personas de diferentes maneras de actuar y de creer, incluso de hablar.

Tenemos que recordar, también, que el comunismo, que es la mayor amenaza que ha tenido la democracia, prácticamente se ha extinguido. ¿Qué queda del comunismo? Quedan grupúsculos absolutamente marginales, en lugares como Venezuela, que es un país que está en proceso de extinción, o Corea del Norte, una caricatura de país.

La democracia ha ido avanzando de una manera verdaderamente galopante. Hoy en día América Latina, por ejemplo, que cuando yo era joven era el continente de las dictaduras militares de un confín a otro, tiene gobiernos democráticos; imperfectos, corruptos, pero hay menos dictaduras que antes.

En muchos sentidos estamos mejor, pero eso no significa dormirse sobre los laureles. Tenemos enemigos que sí conspiran, permanentemente, para que este mundo, con todo lo que ha avanzado, retroceda, se degrade. Y es un fenómeno que estamos viendo en el caso de Venezuela. A un país le cuesta mucho progresar, pero destruirse es muy fácil. Basta seguir políticas equivocadas. Venezuela podría tener los niveles de vida más altos del mundo y, sin embargo, en muy pocos años las políticas equivocadas, primero de Hugo Chávez y luego de Nicolás Maduro, han acabado con el país. Es una sociedad que se muere de hambre, que exporta millones de personas que han huido de Venezuela para poder sobrevivir. Es un ejemplo de cómo las políticas equivocadas pueden destruir un país.

Por otra parte, tenemos las buenas políticas, que transforman un país gracias a la globalización en períodos brevísimos, algo que era inconcebible en el pasado.

El liberalismo parte del hecho de que nada es absolutamente definitivo, que todo puede ser revisado, corregido, rectificado. La tolerancia es un principio liberal básico. En La llamada de la tribu (2018) he intentado mostrar estos puntos de vista, las diferencias de opinión dentro del liberalismo. Eso es lo que hace la coexistencia en la diversidad posible: el no tener unas convicciones políticas de tipo religioso, una fe absoluta. Si tú crees ser dueño de la verdad, el diálogo con quien no tiene tu verdad y no comparte tu verdad es muy difícil. Creo que ésa es la gran revolución liberal que permite esa coexistencia en la diversidad que es la base de la democracia.

Hay muchas cosas para ser optimistas en nuestra época. Nunca hemos contado con tantas ideas claras para conjurar los males que nos amenazan. Así y todo, hay muchas cosas para estar alarmados, como, por ejemplo, el populismo, una demagogia que sacrifica el futuro en nombre de un presente muy efímero.

Tenemos que mencionar, también, el caso de Estados Unidos, una democracia que ha tenido un presidente como Donald Trump, que es un populista, un demagogo. Creo que él deshonra muchísimo la democracia norteamericana, pero Estados Unidos sigue siendo una democracia.

El caso del presidente Trump es verdaderamente dramático porque nunca hubiéramos imaginado que un país como Estados Unidos podía llegar a elegir a un presidente que parece un presidente tercermundista en el peor sentido de la palabra tercermundista. No guarda las formas democráticas.

Una de las cosas más absurdas que se dice es que él ha sido un presidente «neoliberal». En realidad ha sido un presidente que aplicó una política proteccionista, que es la negación misma de todo lo que es el liberalismo, pues ha aparecido como un presidente «liberal». Aquello es una de las manifestaciones de esa extraordinaria caricatura en que se ha convertido, por culpa de la izquierda, la palabra liberal o liberalismo o neoliberal.

En América Latina, la izquierda ha conseguido dejar esa huella que vincula al liberalismo con el conservadurismo y también con las dictaduras de derecha. Yo creo que ésa es una batalla que tenemos que dar para devolverles a las palabras una autenticidad. No podemos vivir dentro de un mundo con un lenguaje completamente pervertido y degradado por el prejuicio ideológico.

El liberalismo es, en política, la defensa de la democracia. En economía es la defensa de una economía abierta. En política consideramos que la democracia es mejor y más eficiente en la medida en que un Estado es más pequeño.

No queremos, como los anarquistas, que el Estado desaparezca. Por el contrario, estamos convencidos de que el Estado tiene una función importantísima que cumplir, pero pensamos que la sociedad civil hace mejor muchas cosas que el Estado y que éste, en lugar de participar en la vida productiva o económica, debe permitir que la sociedad civil sea la que se encargue de crear riqueza y de crear empleo y establecer, sí, unas reglas de juego que permitan esa competencia libre.

El liberalismo y la democracia son cosas inseparables. Es absurdo pensar que puede haber un liberalismo que no sea democrático. En algún momento, en América Latina hubo regímenes y dictaduras militares que se llamaban o las llamaban «liberales». ¡Qué disparate, qué absurdidad! Pensar que una dictadura militar puede ser liberal porque abre en el terreno de la economía una libertad que niega en todos los demás dominios de la vida.

El liberalismo cree que la libertad es unívoca, que la libertad es una sola y que el camino de la civilización es una libertad que, simultáneamente, avanza en los campos políticos, económicos, sociales, culturales, sexuales, etcétera.

El liberalismo está reñido con toda forma de autoritarismo, con toda forma de totalitarismo. El liberalismo está en contra de la violencia, la violencia que transpira del sectarismo, del dogmatismo, es decir, de la intolerancia.

El liberalismo nace, fundamentalmente, con la idea de acabar con la pobreza, con las injusticias que producen la pobreza en nuestras sociedades. La democracia se carga de este contenido social, en gran parte, gracias a las ideas liberales.

Los liberales defendemos la libertad; defendemos el derecho de propiedad; creemos que es muy importante que el Estado tenga frenos porque estamos convencidos, como lo demuestra la historia de ayer y la de nuestros días, de que, si no tiene frenos, si no encuentra unos límites que no puede transgredir, el poder tiende a convertirse en autoritarismo y en totalitarismo. Nosotros creemos que una sociedad que quiere ser realmente libre no puede olvidar la ética, una cierta forma de conducta, un respeto de modos y maneras que dan sentido a la palabra civilización.

Nosotros creemos en el liberalismo porque no somos fanáticos, porque el liberalismo es el enemigo fundamental de esas creencias rígidas, intolerantes, que, a la corta o a la larga, producen la violencia social que los liberales quieren eliminar.

Los liberales nos entendemos porque tenemos unos denominadores comunes sobre ciertas cosas, y discutimos y discrepamos entre nosotros precisamente porque creemos en la libertad y estamos seguros de que nadie tiene siempre la razón. Todos estamos expuestos al error; por eso es muy importante que la libertad presida todas las actividades de sus instituciones y de sus ciudadanos.

La experiencia demuestra que esa libertad es capaz de transformar los países. Los liberales son, por eso, los verdaderos revolucionarios. Las ideas liberales son las que están en condiciones de acelerar la transformación de un país pobre en un país próspero, de un país atrasado en uno que esté a la vanguardia de la modernidad. Depende enteramente de nosotros.

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Mario Vargas Llosa

Mario Vargas Llosa es premio Nobel de Literatura 2010, nació en Arequipa, Perú, en 1936. Ha obtenido los más importantes galardones literarios, incluido el Premio Cervantes, el Príncipe de Asturias, el PEN/Nabokov y el Grinzane Cavour. El siguiente texto es una conferencia improvisada, no escrita, en España en el año 2019 para la Fundación Internacional para la Libertad, cedida por Mario Vargas Llosa como un aporte a nuestro libro.

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