Si a una persona razonable hoy se le pidiera diseñar una sociedad desde cero, seguramente el plan contendría una provisión que estipulara que todas las personas son iguales ante la ley. Pocas cosas le parecen al lector moderno más sensatas que la protección, sin importar la raza, el sexo o la clase. Lo que muy pocas veces se aprecia es lo extraordinariamente reciente que es ese sentimiento.
El Homo sapiens tiene, según algunas narrativas, 300.000 años de edad. Durante gran parte de ese tiempo, estuvimos involucrados en una lucha de suma cero por la supervivencia. Sobrevivimos a la masacre de los animales salvajes y florecimos robando a otros seres humanos o esclavizándolos. Nuestras alianzas estaban con la familia y la «tribu», lo cual facilitaba nuestra supervivencia individual. La noción de concederle la misma dignidad a todas las personas — sin importar su apariencia o dónde vivían en el mundo— les hubiera parecido a nuestros ancestros algo totalmente fantasioso. No sorprende entonces que el entendimiento académico de «nuestro lugar en el universo» reflejaba la realidad penosa de la existencia humana. Gran parte de los pensadores antiguos creían que la historia era un proceso de declive gradual, desde una mítica «Edad de Oro». Homo homini lupus: el hombre es un lobo para el hombre.
Avancemos rápidamente alrededor de diez mil generaciones, a la época del Renacimiento, cuando el interés renovado por la ciencia debía ser reconciliado con los principales postulados de la religión cristiana, incluyendo las muchas veces ignorada e inconsistentemente aplicada insistencia de las enseñanzas cristianas acerca de la dignidad igual de todos los hijos de Dios. Eso llevó a algunos pensadores a teorizar acerca de que el mundo físico debía ser gobernado por leyes divinas. Como el Dios cristiano era bueno, el razonamiento del Renacimiento sostenía que así deberían ser también las leyes que gobernaban a la sociedad en general y las vidas individuales en particular. Basándose en esa creencia, filósofos posteriores, como el pensador escocés Francis Hutcheson (1694-1746), argumentaron que una buena sociedad resultaba de «los lazos naturales de la beneficencia y la humanidad» en todas las personas. Esa idea de lazos humanos universales formó la base de la Ilustración. Acababa de nacer el humanismo.
Según el académico estadounidense Arthur Herman, la Ilustración desarrolló la «primera teoría secular» del progreso humano, que en ese entonces era conocida como «civilización». Como un proceso histórico, la civilización llega a ser vista como una transformación lineal con distintas etapas. Primero, los seres humanos existían en un «estado de naturaleza». Estaban solos y eran vulnerables al frío, al hambre y a la depredación. En una segunda etapa, los humanos se unieron para conformar bandas nómadas de pastores y cazadores-recolectores. Con la agricultura llegó la tercera etapa, la del desarrollo humano. Finalmente, la gente se reunía en pueblos y ciudades y empezó a vivir de la industria y el comercio.
Con cada etapa, los humanos se volvieron más productivos, más conectados y más civilizados. Conforme la agricultura mejora y los alimentos se vuelven más abundantes, la gente se especializa en distintas ocupaciones y vive a través del intercambio. Personas que eran rivales, se volvían socios comerciales y amigos. Conforme las relaciones humanas se van haciendo más complejas, las personas se vuelven más sociales, amables y refinadas. Todas estas estimulantes relaciones eventualmente condujeron a más avances en las artes y la ciencia.
La fuerza subyacente que estimuló este proceso de la civilización fue, creían los pensadores de la Ilustración, el comercio. En palabras del historiador escocés William Robertson (1721-1793), «El comercio […] suaviza y pule los modales de los hombres. Los une, con uno de los lazos más firmes de todos, el deseo de proveer para sus necesidades mutuas». Personas que de otra manera se hubiesen odiado, se unieron con la finalidad de obtener ganancias. Para el siglo XVIII, el grado de cooperación humana dentro del contexto de la economía de mercado alcanzó niveles que incluso los filósofos, como Voltaire, se vieron obligados a comentar:
Si va a la bolsa de Londres, lugar más respetable que muchas cortes, verá reunirse a los representantes de todas las naciones para prestar servicio a la humanidad. Allí, el judío, el mahometano y el cristiano se tratan como si pertenecieran a la misma religión, y sólo califican de infieles a aquellos que entran en quiebra. Allí, el presbiteriano confía en el anabaptista, y el anglicano acepta la promesa del cuáquero. Al salir de estas asambleas libres y pacíficas, unos van a la sinagoga, otros a la iglesia para recibir la inspiración divina, otros a la taberna […] y todos están contentos.
La fuerza subyacente que estimuló este proceso de la civilización fue, creían los pensadores de la Ilustración, el comercio.
Además de crear riqueza y amigos, el comercio creó la clase media, la «burguesía». Estaba compuesta por personas educadas, pero a diferencia de la nobleza, la burguesía todavía tenía que trabajar para sobrevivir. El crítico literario escocés Francis Jeffrey (1773-1850) argumentó que la posición única de la burguesía la hizo responsable de los avances continuos morales, sociales y económicos de la civilización. Finalmente, el comercio le permitió a la gente crear riqueza de manera independiente de sus gobernantes, lo cual, a su vez, les permitió cuestionar la relación política entre el gobernante y el individuo. Una vez que las personas podían obtener su sustento fuera de las estructuras feudales, esto es, sin necesidad de la tierra de un señor feudal, la gente empezó a cuestionar la necesidad de obedecer las reglas de dicho señor.
Para pensadores como el economista escocés Adam Smith (1723-1790) y el historiador francés François Guizot (1787-1874), la dependencia y la tiranía eran resquicios del pasado bárbaro de la humanidad, mientras que la libertad y el autogobierno eran las características de la Ilustración. El matemático y filósofo francés Nicolás de Caritat, Marqués de Condorcet (1743-1794), llegó incluso a predecir el triunfo global de la libertad. Escribió:
Entonces llegará el momento en el que Sol observará en su curso nacionales libres solamente, sin reconocer ningún otro patrón que su razón; en el cual los tiranos y los esclavos, los sacerdotes y sus estúpidos e hipócritas instrumentos, dejarán de existir más allá de la historia y el escenario; en el cual nuestra única preocupación será lamentar las víctimas y engaños pasados, y, mediante la recolección de sus magnitudes horrorosas, ejercer una circunspección vigilante, de que seamos capaces de reconocer instantánea y eficazmente la manera de reprimir mediante la fuerza de la razón las semillas de la superstición y de la tiranía, si alguna vez volviesen a presumir aparecer nuevamente en la Tierra.
Su contemporáneo, el filósofo alemán Johann Gottlieb Fichte (1762-1814) coincidía. Como la Europa de sus días fue alguna vez bárbara, argumentó él, seguramente todos eran capaces de ilustrarse. Aunque llegar a ese punto, esto merece ser repetido, tardó siglos. La evolución de las ideas en el mundo real se asemeja a la liberación gradual (empoderamiento en los términos actuales) de los anteriormente impotentes (o excluidos). Las instituciones humanas, que antes eran dominadas y explotadas por la nobleza, la Iglesia y el ejército, empezaron a servir a un espectro más amplio de la sociedad. El papel de la burguesía, como la economista Deirdre N. McCloskey, de la Universidad de Chicago, documentó en su trilogía sobre esta época burguesa, era crucial para romper el monopolio de poder de las «órdenes de arriba».
Algunas personas vigilaban celosamente sus nuevos derechos, mientras que otros se negaban a concederle la misma dignidad a otros por principio. En ciertas ocasiones, esos nuevos derechos adquiridos fueron violentamente pisoteados, como ocurrió con los judíos durante el Tercer Reich, los afroamericanos durante la Administración de Woodrow Wilson y los japoneses-estadounidenses durante la Segunda Guerra Mundial. Pero la ola de liberación gradual continuó, erosionando los eternos prejuicios que todavía se resistían.
Surge la dignidad igual para todos
Dado que tanto la Ilustración y la burguesía surgieron en Europa y se extendieron a sus colonias en Norteamérica, pensaríamos que los beneficiarios iniciales de los cambios en las relaciones entre los poderosos y los impotentes fueron los burgueses de ciudad o los recientemente enriquecidos hombres blancos. Por supuesto, la cuestión no quedó ahí. Una vez que se acabó con el monopolio del poder de las «órdenes de arriba», que había caracterizado a la sociedad humana desde la revolución agrícola que tuvo lugar aproximadamente doce mil años atrás, otros vieron su oportunidad. Y así fue como, a lo largo de estos últimos doscientos años, las instituciones económicas y políticas de Occidente llegaron a incluir a las mujeres, las minorías étnicas y las sexuales. Pensemos en ello por un momento. Dos siglos, es decir, un 0,07 por ciento de nuestro tiempo en la Tierra.
El proceso de cambio institucional no fue similar en todas partes. En Inglaterra, por ejemplo, el Parlamento que surgió de la Revolución Gloriosa en 1688 originalmente estaba compuesto por nobles, obispos y representantes de los condados, y el voto fue restringido a una pequeña porción de hombres propietarios. Las Leyes de Reforma de 1832 y 1867 ampliaron el voto. Y para cuando se aprobó la Ley de Representación del Pueblo de 1884, alrededor del 60 por ciento de todos los hombres podían votar. Todos los hombres mayores de veintiún años y las mujeres «cualificadas», las que tenían más de treinta años, obtuvieron la posibilidad de votar en 1918. El acceso al voto en igualdad de condiciones para todas las mujeres tuvo que esperar hasta 1928.
En Estados Unidos, las primeras personas en obtener una voz en la política fueron los hombres blancos y propietarios. A principios del siglo XIX, las legislaturas estatales empezaron a limitar el requisito de propiedad para votar; la barrera racial de iure para el voto de las personas de color fue finalmente eliminada con la Decimoquinta Enmienda en 1870. Como todos saben, los estados del sur utilizaron todas las artimañas concebibles para evitar que los afroamericanos pudieran votar durante las siguientes décadas, y las mujeres no obtuvieron el derecho al voto hasta 1920.
El presente debería dar optimismo acerca del futuro
Como resultado de los cambios ideológicos e institucionales, el mundo se ha vuelto más libre, más justo, más compasivo, más gentil y más igualitario. Pero ciertamente queda mucho por mejorar. Nuestras instituciones económicas y políticas son defectuosas porque son producto de seres humanos defectuosos.
Con la perspectiva de un futuro perfecto, es justo señalar todas esas injusticias que todavía persisten, pero eso no implica que nuestra sociedad en general, y nuestras instituciones en particular, son insalvables. La palabra utopía proviene de la combinación de dos términos griegos, οὐ (ou, «no») y τόπος (tópos, «lugar, región»). Literalmente significa «ningún lugar». Aquellos que intentaron alcanzarla en el pasado —tanto los fanáticos religiosos durante las guerras religiosas del siglo XVII, los revolucionarios franceses en el siglo XVIII, como un sinnúmero de gobiernos comunistas en el siglo XX— no lograron la libertad, la prosperidad, la paz o la igualdad (excepto, por supuesto, la igualdad en el sufrimiento).
La evolución de las ideas es continua. Conforme las ideas cambian, también lo harán las instituciones que nos gobiernan.
Marian L. Tupy
Marian L. Tupy es editor de HumanProgress.org y analista de políticas públicas del Centro para la Libertad y la Prosperidad Global. Se especializa en globalización y el bienestar mundial, en la economía política de Europa y del África subsahariana. Sus artículos han sido publicados en el Financial Times, Los Angeles Times, The Wall Street Journal (Estados Unidos y Europa), The Atlantic, Spectator (Reino Unido), Weekly Standard, Foreign Policy, Reason y muchos otros medios tanto en Estados Unidos como en el extranjero.
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