El liberalismo tiene muchos enemigos pero el «populismo jesuita» es uno de los más temibles, en América Latina más que en otras partes. ¿De qué se trata? ¿Cómo se explica? Primero, aclaremos: el «populismo jesuita» no es el catolicismo, la Iglesia católica o la Compañía de Jesús. Es su hijo más o menos directo y legítimo, pero los padres no son del todo responsables del camino tomado por su descendencia. Ciertamente, sin embargo, el cristianismo hispano es su fuente remota. Incluye desde el peronismo al chavismo, pasando por el castrismo y muchos emuladores. Son heterogéneos, pero todos miembros de la misma familia. ¿De qué familia estamos hablando?
El «populismo jesuita» nace en las periferias y es hostil a la ciudad, idealiza a la comunidad de fe y demoniza el cosmopolitismo «sin Dios, ni patria». A los valores burgueses opone las virtudes rurales, a los seculares, las religiosas. Evoca la redención moral del «pueblo» puro de las «élites» corruptas: es el Oriente contra La Habana en Cuba, el terruño contra el puerto en Argentina, el llano contra Caracas en Venezuela, el indígena contra el criollo, el inculto contra el intelectual, el pobre contra el rico: el eterno «pueblo» contra la eterna «oligarquía».
El relato de los «populismos jesuitas» es siempre el mismo: su pueblo encarna la comunidad orgánica antigua y cultiva las virtudes morales de la cristiandad; las élites las han traicionado adoptando estilos de vida liberales y valores morales seculares, injertándose en la corriente de las revoluciones científicas, filosóficas y políticas nacidas en el mundo protestante. Para el «populismo jesuita» son, por tanto, excrecencias coloniales, caballos de Troya forjados primero por la Reforma y luego por la Ilustración para dividir al pueblo, contaminar su cultura, destruir su identidad. Es una parábola bíblica: había una vez un pueblo puro e inocente. Vivía en paz y armonía hasta que el pecado causó su expulsión del Edén y su caída en el mundo, el gran corruptor. Un Mesías vino sin embargo a salvar al pueblo elegido, a liberarlo de la esclavitud, a conducirlo a la tierra prometida. No hace falta decir que Estados Unidos, protestantes y anglosajones, capitalistas y liberales, desempeñan en el relato el papel del demonio materialista que deshace la trama moral de la cristiandad.
El «populismo jesuita» no proyecta su utopía hacia el futuro que sus eternos enemigos están plasmando, sino hacia el pasado. Es una utopía regresiva, una insaciable nostalgia en perpetua búsqueda de lugares y pueblos capaces de evocar un pasado perdido e idealizado. De ahí el «telurismo», la obsesión por lo autóctono y la identidad; pero también el culto a la pobreza, el desprecio por el progreso. Como en el orden estamental de la monarquía católica, donde el trabajo no producía riqueza y la posición confería estatus, en el «populismo jesuita» la innovación técnica y el comercio perturban la cohesión del organismo, que los repele como pecados y los condena como herejías. Aquélla, como éste, inhiben el crecimiento de la planta burguesa. En esta perspectiva, la pobreza es un horizonte purificador: preserva al «salvaje» de la contaminación del mundo, hace del «revolucionario» un héroe o mártir. La elevación del «pobre» a depositario de la fe, del «pueblo» a categoría mítica, es la natural conclusión. Los leninistas, observaba Carlos Rangel, ofrecen austeridad más que progreso; el espíritu religioso que se tambalea en las sociedades abiertas renace en las revoluciones jesuitas.
Es que el catolicismo es «cerebro y columna vertebral» de la historia latinoamericana. Nada como él determina lo que ella es o no es. El historicismo marxista ha introyectado el providencialismo cristiano a tal punto de haber perdido conciencia de sus raíces. De ahí la producción en serie de relatos sociológicos, donde los protagonistas son las clases, las estructuras, las leyes objetivas del devenir histórico. ¿Por qué perder tiempo con la superestructura de los rituales, las creencias, los imaginarios del cristianismo? Iglesia y catolicismo son los elefantes que nadie ve en el salón, los ausentes injustificados de la historiografía secular, los convidados de piedra del debate intelectual, donde como mucho retumbó tanto la ritual invocación al «diálogo entre católicos y marxistas». Nunca una fórmula fue más miope: no son los cristianos los que se convierten a marxistas estrechando la mano extendida con condescendencia; son los marxistas que vuelven al redil, a la matriz cristiana. Obvio: si la tierra prometida es el pasado donde señorea el pueblo mítico de la cristiandad, ése será el embudo de todas las utopías redentoras. El «populismo jesuita» puede, por tanto, tomar varias formas —la comunidad organizada peronista, el comunismo castrista, el socialismo del siglo XXI, el buen vivir indigenista—, pero sigue siendo la expresión de una utopía cristiana, expresa la nostalgia por la cristiandad perdida, el deseo de restauración del Reino.
Se comprende así que el modelo implícito de los «populismos jesuitas» sean las reducciones de Paraguay, una ciudad de Dios. Liderados por sacerdotes guerreros, los guaraníes se elevan a «hombres nuevos»: un hombre antiguo, en realidad, un hombre sin pecado, el ideal más cercano al estado de naturaleza. ¿Qué orden social se desprende? ¿Cómo es la cristiandad del «populismo jesuita»? Es una comunidad de fe donde el pueblo es un menor necesitado de tutela, la comunidad expulsa al hereje, el todo trasciende la parte. Es un orden «perfecto», el «paraíso en la tierra» de donde son desterrados la historia y el mundo, el conflicto y la innovación, causas de desintegración. Si en la perspectiva liberal el conflicto es fisiológico y fuente de aprendizaje, para el populista jesuita, como para el misionero un tiempo atrás, es hoy un cáncer que amenaza la unidad del pueblo. Donde triunfan —entre los guaraníes en el siglo XVII, en Cuba en el siglo XX— termina la historia, la repetición es el guion: «La revolución es como la religión —decía Fidel Castro—, la religión es repetición».
El centro neurálgico de los «populismos jesuitas» es, por tanto, el «pueblo», palabra mágica que invade su léxico y puebla su mitología. ¿Pero qué pueblo? Es el pueblo de los «pobres», los «últimos», los «humildes», un pueblo ético más que sociológico; un pueblo eterno y homogéneo que no cambia, no evoluciona, se resiste a la fragmentación, a la individualización. El peronismo, el chavismo, el sandinismo, el castrismo, la teología de la liberación o la teología del pueblo, reclaman un pueblo que expresa intacta una cultura cristiana por vocación, ósmosis, sensibilidad. El pueblo así entendido es un organismo natural, no un pacto racional. Su fe y su cultura, no la ley y la razón, tienen la clave del orden temporal. El «populismo jesuita» se erige como su guardián.
El «populismo jesuita» nace en las periferias y es hostil a la ciudad, idealiza a la comunidad de fe y demoniza el cosmopolitismo «sin Dios, ni patria».
El efecto es pésimo para la democracia liberal. Si el pueblo de Dios, el pueblo mítico, al pretender encarnar «la cultura» de la nación, se convierte en el único pueblo verdadero, quienes actúen en su nombre exhibirán una superioridad moral intrínseca, se considerarán jueces de la legitimidad de los demás. El pueblo de la Constitución, el pueblo de los ciudadanos electores, será legítimo a los ojos de los «populistas jesuitas» sólo si se adecua a la «cultura» del «pueblo de Dios». Si, por el contrario, se inspira en los valores del liberalismo «colonial», si adopta políticas económicas mercantiles, si premia el mérito en las escuelas y la administración pública, si cultiva la productividad y la competitividad, si se abre al mundo y a la globalización, si intenta expandir la esfera de los derechos individuales, o romper los lazos corporativos, se expondrá a la revuelta del «pueblo» y sus tutores: vox populi, vox Dei. Muchas democracias no logran consolidarse porque viven bajo la espada de Damocles del «populismo jesuita». La escasa secularización de la política es el gran lastre para las democracias de América Latina.
Prueba de la herencia que inspira a los «populismos jesuitas» son sus regímenes políticos. Su «paraíso», su Reino de Dios en la Tierra se basa en un Estado ético armado con la cruz que evangeliza y la espada que convierte, un Estado que catequiza a los fieles y reprime a los herejes. No se basa en las virtudes cívicas burguesas, sino en las de las órdenes militares y sacerdotales; no en las instituciones de la democracia liberal, sino en los cuerpos sociales. Y si la función del Estado es propagar la fe, llamada ahora peronismo, ahora castrismo o chavismo, todas sus herramientas estarán inclinadas a ese fin: escuela e información, arte y medicina, deporte y cultura. El Estado de los «populismos jesuitas» sigue así los pasos de los antiguos Estados confesionales, de la monarquía católica de la época imperial.
Tienen los rasgos unanimistas, jerárquicos, corporativos típicos del orden cristiano. El unanimismo se destaca en todo «populismo jesuita». Es el unanimismo de la comunidad reunida en torno a una doctrina y un jefe que reúne poder político y espiritual. Dado que las herejías contra las que lucha son el racionalismo ilustrado y el constitucionalismo liberal, no es de extrañar que a la separación de poderes oponga su fusión, al pluripartidismo, un solo partido, y al pluralismo ideológico, la unidad de fe. Todo lo que la tradición liberal ha separado —Estado y sociedad, política y religión, individuo y comunidad, esfera pública y esfera privada—, el «populismo jesuita» pretende refundirlo en la comunidad orgánica imaginada, en un nuevo orden holístico.
Los «populismos jesuitas» llaman «igualitarismo» al unanimismo. Pero no democratizan el poder, ni descentralizan las decisiones, ni dejan autonomía a la sociedad civil, sino que concentran la autoridad, organizan desde arriba la sociedad, coaccionan la movilización. El «igualitarismo» consiste en la distribución estatal de panes y pescados; distribución que es todo menos igualitaria, ya que premia la lealtad y castiga la infidelidad. Como en un organismo, el poder y las decisiones, los recursos y las reglas fluyen del corazón a los órganos, de la cabeza a las extremidades, de arriba abajo, nunca al revés.
Los «populismos jesuitas» conducen de formas más o menos explícitas a formas corporativas de representación política y organización social. Sobre el delicado equilibrio entre individuo y comunidad, ciudadano y cuerpo social, tienen pocos escrúpulos políticos y ninguna duda intelectual: lo primero está sujeto a lo segundo, todo está conectado a todo, la sociedad es un todo holístico en el que la célula, el individuo, realiza una función específica en obediencia al «plan de Dios» o las «leyes de la historia». La libertad individual, despectivamente llamada «individualismo», es la bandera roja contra la que los «populismos jesuitas» apuntan sus cuernos hasta que la furia moralizante impone la «voluntad general», la moral del «pueblo», la conformidad y la repetición ideales de la ortodoxia doctrinal.
A pesar de ser nacionalistas de un nacionalismo rayano en la xenofobia, los «populismos jesuitas» aspiran a trascender las fronteras nacionales y construir la unidad panlatina. Por tanto, se han pasado el testigo. La Patria Grande no es para ellos un proyecto fundado en intereses económicos compartidos o condiciones geopolíticas comunes, sino en el idioma, la civilización, la religión: la historia, en fin, el pasado que unió y plasmó los países de la región. ¿Cómo podría ser de otra manera? Son herederos del imperialismo español; ellos mismos son imperialistas: como reyes católicos, ambicionan evangelizar y convertir al continente entero.
Pero no menos que el pasado compartido, los une el «enemigo eterno» que derrotó a la cristiandad ibérica y erosionó la cultura del «pueblo» latinoamericano: la civilización liberal hija de la Ilustración, con Estados Unidos a la cabeza. De ahí la proyección universal del panlatinismo, la ambición de los «populismos jesuitas» de liderar la cruzada universal contra el universalismo liberal: el peronismo al tratar de unir a los países católicos de América y Europa, el castrismo al pilotar el Tercer Mundo, y el chavismo al ingresar en un vasto frente antiliberal, desde el mundo islámico hasta China.
Sin embargo, ninguno de estos rasgos genéticos de los «populismos jesuitas» puede oscurecer lo que más los connota: la devoción a la «justicia social», concepto resbaladizo pero poderoso, el amor por «los últimos», la cruzada contra la desigualdad, la pobreza; todos valores tan elevados como para justificar medios extremos. Su experiencia nos impone preguntas. La primera: ¿los «populismos jesuitas» combaten de verdad la pobreza? ¿Lo hacen bien? ¿Tienen éxito? La segunda: ¿nacen como reacción a la pobreza y la injusticia provocadas por el imperialismo, el liberalismo, el capitalismo? ¿O son causa de lo que juzgan efecto?
La parábola histórica de los «populismos jesuitas» permite una respuesta clara a la primera pregunta: surgidos con la promesa de brindar prosperidad y redimir a los pobres, terminaron celebrando las virtudes morales de la «santa pobreza». Datos en mano, no han reducido la pobreza, la han generalizado; o la han reducido por un momento en el corto plazo con medidas redistributivas tan insostenibles en el tiempo como para causar enormes sacrificios a las generaciones futuras. El resultado no cambia: los países donde reinaron los «populismos jesuitas» se han empobrecido. Por tanto, es legítimo pensar que su propósito no era realmente combatirla; o que si lo era, no fue su prioridad y no adoptaron las estrategias adecuadas para hacerlo. Esto, visto más de cerca, no es tan sorprendente: si la prosperidad es para ellos el diablo tentador que introduce el «vicio» del egoísmo en la «cultura» pura del «pueblo»; si la economía de mercado es el caballo de Troya con el que el Imperio liberal y protestante corrompe el alma católica de los pueblos latinos; si la ciencia económica está sujeta a la teología y el objetivo del Estado ético es preservar la pureza moral del «pueblo», es coherente que los «populismos jesuitas» lucharan contra los ricos y exaltaran a los pobres, golpearan a las «clases coloniales» y elevaran a «los últimos» al arquetipo de virtud. Fueran o no conscientes, cosecharon lo que habían sembrado.
Pero al menos, se dirá, han creado órdenes más «morales», más «justos» porque son más «igualitarios»: pobres pero iguales; tal fue su promesa. Pero esto no sucedió. Las sociedades de los «populismos jesuitas» no son menos desiguales que otras, no significativamente. La desigualdad es hija allí de la arbitrariedad con la que el Estado omnipotente asigna o niega recursos a los súbditos en función de su lealtad o infidelidad. La pérdida de la libertad política no se ha traducido en igualdad social; el empobrecimiento generalizado y la dependencia de los ciudadanos del Estado han sido funcionales a la reproducción del «populismo jesuita».
Siendo éste el caso, es legítimo responder a la segunda pregunta afirmando que los «populismos jesuitas» son causa, más que efecto, de la miseria y la desigualdad; que su culto a la pobreza contribuye a crearla, que su himno igualitario no erradica la desigualdad. La historia del «escape de la pobreza» nunca ha sido igualitaria: no todos lo logran juntos al mismo tiempo; algunos tienen éxito, otros quedan atrapados; lo importante, escribe Angus Deaton, es que quienes lo han logrado no quiten la escalera para que otros puedan subirla. Pero los populismos jesuitas hacen precisamente eso, cortan los peldaños de la movilidad social. ¿Como? Encerrando al individuo en un cuerpo social, en una celda de normas, en una caja identitaria que sacrifica el espíritu de la iniciativa, la originalidad y la inventiva a la solidaridad con la tribu. En esta perspectiva, el pobre debe estar orgulloso de su pobreza, garantía de «moralidad».
Autoritarismo político, subdesarrollo económico, desigualdad social deben mucho a la nostalgia por la unanimidad de los «populismos jesuitas», al sueño de restaurar el Reino. En lugar de hibridarse con los aportes filosóficos y económicos, políticos y sociales del liberalismo, el «populismo jesuita» se mueve por feroces cruzadas. No busca democracias más inclusivas, sino democracias orgánicas; no quiere un capitalismo más humano, sino la destrucción del capitalismo; no se resigna al pluralismo, sino que intenta imponer una religión política. Por eso la política latinoamericana recuerda tanto a las guerras de religión.
Loris Zanatta
Loris Zanatta es profesor de Historia de América Latina en la Universidad de Bolonia, Italia. Publicó libros y artículos en diversas revistas de Europa y Latinoamérica. Entre sus obras se destacan Del Estado liberal a la nación católica, 1930-1943 (Buenos Aires, 1996), Perón y el mito de la nación católica, 1943-1946 (Buenos Aires, 1999), Historia de la Iglesia argentina (con R. Di Stefano, Buenos Aires, 2000), Breve historia del peronismo clásico (Buenos Aires, 2009), Eva Perón. Una biografía política (Buenos Aires, 2011) e Historia de América Latina. De la colonia al siglo 7 (Buenos Aires, 2012).
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