Por F. A. Hayek
El derecho protege la libertad: las leyes la matan
Equivocaciones acerca del estado jurídico
Cien años constituyen un largo período, aún en la historia de nuestra cultura occidental. Las transformaciones ocurridas durante los últimos cien años no fueron quizás de tanta magnitud como los que tuvieron lugar en los inmediatamente anteriores, pero en algunos aspectos han sido ciertamente de repercusiones mayores de lo que habríamos deseado. La fundación de la Cámara de Industria y Comercio de Dortmund se llevó a cabo en el instante florido del liberalismo europeo y especialmente del alemán. Su decadencia era incontrovertible veinte años más tarde. Los siguientes cincuenta años condujeron directamente a un totalitarismo especialmente funesto para el pueblo alemán. Pero si Alemania, entonces, se adelantó al occidente, en general, en este tan aciago desarrollo, a finales del siglo tiene ciertamente una de las constituciones más liberales y uno de los órdenes económicos más libres del mundo. Ese fue uno de los más notables recomienzos que conozca la historia, y el experimento sigue siendo mucho más afortunado de lo que cualquiera hubiese osado pronosticar hace catorce años. Pero ¿podríamos esperar con razón haber asegurado la existencia de una sociedad de hombres libres? ¿O, al menos, saber cuáles son los inviolables requisitos que van a proteger tal orden de un nuevo socavamiento paulatino?
La ley orgánica dio un paso denodado cuando declaró como Estado jurídico a la República Federal -aun si calificó tal denominación con la maleable palabra «social». Pero, ¿constituye verdaderamente el Estado Jurídico, tal como se entiende hoy, una protección suficiente para la libertad personal? Creo que en todo caso se remonta a viejos conceptos que habrían podido significar una tal protección, pero no que esa función pueda ser llenada por la noción hoy predominante de lo que es Estado jurídico. La causa es la de que ya no logramos distinguir entre derecho y ley; que lo que llamamos Estado jurídico no es más que un Estado de leyes.
No creado sino hallado
La idea de libertad bajo el derecho, en los 2,500 años que han transcurrido desde que los antiguos griegos la concibieron, se ha conservado permanentemente sólo entre los pueblos que tomaron el derecho, no como la voluntad de ciertas personas, sino como el resultado de un proceso impersonal. Ni la Atenas clásica, la Roma Republicana, la postrera Edad Media, los Países Bajos del siglo XVII o la Inglaterra del XVIII, conocieron una legislación que, según el sentido moderno, pudiese arbitrariamente transformar el derecho de determinar las relaciones de los hombres entre sí o con el gobierno. Sus corporaciones legislativas regían
la conducción de los negocios del Estado y la administración de los medios confiados al gobierno. Pero el derecho que limitaba la libre esfera del individuo y fijaba las condiciones bajo las cuales él podía ser obligado a algo, emanaba, no de la caprichosa decisión de algunos hombres o de una mayoría, sino de una sala de juristas que, como jueces o legistas, creían no crear el derecho sino encontrarlo.
Nunca órdenes concretas
Tal vínculo de la creación del derecho al prejuicio judicial o al trabajo del jurisconsulto, tiene serias desventajas que han conducido a que este trabajo haya tenido que ser complementado por legislación exprofeso y, a menudo, especialmente en el continente europeo, totalmente suplantado por ella. Ese lazo hace casi imposible o extraordinariamente difícil la corrección de un desenvolvimiento reconocido erróneo del derecho y, puesto que está supeditado a un desarrollo gradual, dificulta, además excepcionalmente, la regulación de circunstancias completamente nuevas. Pero el mismo nexo denota, además, una inmensa ventaja: el derecho que de él emana puede constar únicamente de normas abstractas generales y nunca contiene órdenes concretas. Precisamente el que estas normas no sean generalmente expresadas por medio de palabras, sino que existan implícitas en el conjunto de los juicios anteriores, significaba que, como derecho, el juez reconocía solamente reglas globales de justicia y no órdenes de algún soberano o de una corporación representativa.
Es de suma importancia llegar a tener claridad respecto a esto: todos los grandes pensadores políticos que vieron la esencia de la libertad en que el individuo esté sujeto solamente a la ley y no a la voluntad de un gobernante, comprendían como la ley no todo lo que una corporación legislativa había decidido, sino exclusivamente aquellas normas generales de justicia, originadas de la tradición de la administración de la misma y del trabajo de los jurisconsultos. La asamblea popular en la Atenas de Pericles no estaba ni siquiera investida del derecho a cambiar el nomos -eso era reservado a nomotetas especiales- y podía solamente promulgar psefismata, ordenanzas. Cuando Cicerón escribía: «omnes legum servi summus, ut liberi esse possumus» (todos somos servidores de la ley para que podamos ser libres), se refería, no a las decisiones legislativas, sino al jus, derecho, que se había ido desarrollando lentamente. (Se ha dicho con razón que la traducción ciceroniana de nomos por lex, en cambio de jus, fue tan desafortunada como el reemplazo del concepto del imperio del derecho por el de la ley.
El olvidado concepto jurídico de la Common Law
Pero law fue, sobre todo para John Locke y los demás teóricos ingleses de la
libertad del siglo XVIII, a quienes debemos la reanimación del ideario clásico, exclusivamente el derecho de la common law; este derecho, de acuerdo con su naturaleza, podía constar únicamente de reglas generales que podían ser extraídas de los juicios previos. Todos estos decisivos conceptos del ideal clásico: the rule of law, the government of Iaw not of men or of wiIl y the government under the Iaw, se refieren a ese concepto jurídico y poseen sentido únicamente cuando los relacionamos al mismo, pero no cuando, en el sentido moderno, traducimos law como ley. Éstas son las nociones de las cuales se deriva el Estado jurídico del liberalismo continental. Desafortunadamente, sin embargo, aquél ha suplantado la idea de derecho por la ley, que, a su vez, llegó pronto a abarcar todo lo que podía decidir una corporación legislativa, o sea, más que el derecho en su acepción original.
Igualmente imperativo para todos
Antes de continuar la consideración de los efectos de este trastrocamiento de conceptos,
permítaseme demostrar con qué larga eficacia the rule of law, el dominio del derecho, como era entendido originalmente, protegía la libertad personal, y preguntar a la vez si ese dominio restringía injustamente la actividad del Estado en sus funciones legitimas.
Al respecto, debo, en primer lugar, circunscribir más exactamente el carácter del precepto
jurídico en el sentido más estricto, en el cual representa sólo una pequeña parte de lo que la ley puede ser. En el fondo, comprende lo que conocemos como derecho civil y penal, pero incluye totalmente el resto del derecho público, especialmente las ramas política y administrativa, así como la procesal. Preceptos jurídicos representan, en este sentido, reglas de conducta vigentes en medida igual no sólo para todos los ciudadanos, sino también para el Estado. Son generales y abstractas en el sentido de que no denominan, ni personas, ni momento o lugares determinados, y de que, en efecto, los alcances de su acción sobre determinadas personas conocidas no son previsibles. Se refieren únicamente a la conducta de las personas con respecto a las demás -y al Estado-, pero no a su esfera privada. Lo mismo ha sido también expresado, afirmando que tales nociones sirven para delimitar dicha esfera y protegerla contra todo, aun contra el Estado.
Ahora bien, el ideal clásico de rule of Iaw o de government under the law, de donde se deriva el concepto legal continental, reza que el ciudadano particular puede ser compelido a algo, solamente cuando esto resulte de normas de justicias tales que rijan para todos. La autoridad compulsiva del Estado está circunscrita a la imposición de esas normas y en su empleo no hay criterio libre. Esto no quiere decir, ni que el Estado está limitado a la imposición del derecho, ni restringido por preceptos jurídicos en sus demás funciones. Meramente sobre el ciudadano particular no tiene ningún otro poder que el de asegurar el acatamiento de preceptos jurídicos generales.
En tanto que el Estado administre los medios a él confiados o todo el aparato estatal material y personal, no necesita ni debe estar atado de tal modo. En esto queremos también que se guíe por normas -y, en el día presente, que también éstas sean determinadas democráticamente. Y llamamos también leyes a estos cánones para la organización del Estado y las órdenes que recibe de la representación popular. Sin embargo, son algo completamente diferente de las normas jurídicas generales, vigentes para cada cual, las que hoy fijamos o cambiamos igualmente por medio de leyes.
Libertad bajo preceptos jurídicos de carácter general significaría, en efecto, que el ciudadano particular no tendría que obedecer a la voluntad de nadie, sino exclusivamente a códigos abstractos que constarían esencialmente de prohibiciones que les impedirían inmiscuirse en la igualmente protegida esfera de otros. Puesto que estas normas rigen lo mismo para todos -también, y especialmente para los legisladores y autoridades del Estado– y en vista de que se refieren únicamente a acciones que respectan a otros, es sumamente improbable que la libertad sufra nunca un menoscabo injusto por su culpa. Representaría reglas de juego que, en mayor o menor medida, podrían ser convenientes, pero que nunca osarían prohibir a nadie algo que es permitido a otro en igualdad de circunstancias. Bien podrían vedar globalmente ciertos procederes -como métodos peligrosos de producción- o autorizarlos solamente bajo ciertos requisitos. Lo que si excluyen es toda clase de privilegios o discriminación fomentados por el Estado. Ofrecerían un marco igual para todos, dentro del cual cada persona sabe que puede conducirse lo mismo que cualquier otra.
Cuando pueden ser independientes los jueces
Naturalmente existen también principios generales de conducta que podrían representar una seria restricción de la libertad personal. La necesidad universal de una determinada observancia religiosa es, al respecto, el ejemplo históricamente más importante. Pero, si tales normas sólo atañen al proceder que tiene efectos sobre otros, y, si para desconocidos casos futuros están estructuradas de tal modo que sean tan válidas para quienes las decretan, como para todos los demás, es entonces difícil advertir en decretar normas verdaderamente generales que por otros serian recibidas como grave coartación de su libertad. La mejor señal de que se trata de tales normas es la de que la decisión respecto a si una determinada compulsión es o no permisible, puede ser completamente cedida a un juez independiente que no requiere saber nada acerca de las intenciones y fines de la autoridad.
Supuesta y genuina intervención
Casi todos los objetivos legítimos de la política económica y social se dejan alcanzar mediante tales preceptos -aunque, algunas veces, quizás sólo más incompleta, lenta y complicadamente que mediante órdenes especificas. Así, por ejemplo, pueden ser logrados prácticamente todos los objetivos de la legislación laboral fabril, la sanidad y similares disposiciones de seguridad social. Es engañoso hablar de «intervenciones» al referirse al cuadro de tales preceptos, dentro del cual el individuo puede aun decidir libremente y nunca depende del consentimiento de una autoridad. Ninguno de los grandes teóricos de la autonomía económica lo habría hecho: libertad, para todos ellos, fue siempre freedom under the law.
Bien diferentes son las cosas respecto a las intervenciones auténticas, de las cuales la moderna política económica se sirve en medida tan abundante. Fijaciones de precios, cortapisas a las cantidades, barreras a la autorización de profesiones y oficios, son disposiciones que no pueden ser aplicadas exclusivamente según reglas inmutables con vigor colectivo. Todas requieren que la autoridad permita a unos lo que a otros niegan. Sería, por lo tanto, impermisible en un sistema que admitiese el empleo de la compulsión solamente de acuerdo a guías globales. Al respecto, es completamente indiferente el que la ley misma adopte la forma de una orden específica y sea por ende indispensable discriminatoria, o el que, como es regla, faculte a una autoridad para que lo haga.
Si hemos olvidado a reconocer la diferencia entre leyes de esta clase y las que constituyen genuinos preceptos de justicia, se debe atribuir principalmente a la circunstancia de que inquirimos más por la fuente de la autoridad que por el contenido de la norma. A esto se ha llegado porque hemos encomendado a los legisladores muchas decisiones que nada tienen que ver con el decreto de cánones jurídicos.
La ley está bajo el derecho
El Estado, además, tiene muchas otras tareas fuera de la de obligar a los ciudadanos a guardar ciertas leyes de justicia. Pero no solamente con ese fin, sino también con el de garantizar todos los múltiples servicios que nos presta, requiere un vasto aparato material y personal, cuya organización y administración es dirigida también por la legislación. Las disposiciones de que ésta se vale con tal objeto, son llamadas también leyes, leyes que constituyen la gran mayoría de las resoluciones que competen hoy a las corporaciones legislativas. Pero el 95 por ciento de las mismas no tiene nada absolutamente que ver con normas jurídicas como pautas de conducta cabal.
Toda orden tolera ser investida de la calidad de leyes como aquéllas. Y, si la ley pudo una vez ser vista como el mejor amparo de la libertad, por cuanto expresaba primordialmente una regla general de justicia, hoy se ha transformado en uno de los medios más eficaces para suprimirla. Pero quién va a entender hoy la sentencia pronunciada hace justamente cuarenta años por un gran maestro del derecho: «Sagrada no es la ley. Sagrado es únicamente el derecho. Y la ley está bajo el derecho». (Heinrich Triepel).
Si se distinguiese entre verdaderas normas de justicia y otras leyes, podríamos entonces limitar toda compulsión a la imposición de preceptos de la primera categoría. Tampoco necesitaríamos una lista de derechos individuales especialmente salvaguardados, sino únicamente el fundamental derecho del individuo, verdaderamente esencia del Estado jurídico: «Compulsión debe ser empleada solamente en caso y en forma tales que se infieran -de los preceptos abstractos generales vigentes en medida igual para todos los ciudadanos y el Estado y sus organismos».
Reglas y órdenes derivadas de una misma fuente
La dificultad que se opone a la realización de esta idea no es, como podría creerse en un principio, la de que el poder ejecutivo podría así ser cohibido impertinentemente. Reside principalmente en que hemos desaprendido a distinguir entre verdaderas reglas jurídicas, en el sentido de normas de justicia y todas las muchas órdenes promulgadas en forma de leyes. Nunca evitaremos este funesto entrevero de dos conceptos fundamentales distintos, en tanto la sanción de las primeras y el decreto de las segundas competen al mismo cuerpo «legislativo».
No albergo la intención de despojar de una u otra prerrogativa a la representación popular. Creo en la democracia, y existen muchos motivos por los cuales aparece loable que, tanto la precepción jurídica, como la conducción de los negocios del Estado, reposen en el criterio de una representación democrática. Pero eso no constituye razón en absoluto para encomendar tan diversos cometidos a la misma asamblea. El ideal del government under the law puede ser logrado tan sólo cuando la representación popular rectora de la actividad gubernamental esté también supeditada a pautas que no puedan ser modificadas por ella, sino determinadas por otra corporación democrática que fije en cierto modo los principios de prolongada vigencia.
A esta amalgama de los dos conceptos legales se llegó debido a que las corporaciones, que una vez debían solamente aprobar una nueva concepción de preceptos jurídicos, trataron de acumular más y más tareas en su esfera de influencia y exigían especialmente ser consultadas acerca de la administración de los medios puestos a la disposición del gobierno. Pero un «legislativo» único puede desempeñar a cabalidad esta doble función, tan poco como una persona que pretendiese simultáneamente tomar decisiones prácticas y determinar las normas morales que debería acatar al respecto. El individuo dejaría así de ser un ente moral, para convertirse completamente en uno dominado por propósitos momentáneos. Algo muy similar ha ocurrido con los parlamentos modernos. Ya que pueden adoptar tanto disposiciones concretas, como decretar normas generales, en sus medidas tampoco son restringidos por canon alguno. Son omnipotentes, y el ideal de la distribución de la autoridad, que debería asegurar la libertad individual, haciendo que la persona fuese compelida meramente a la observancia de reglas cuyo decreto se tenía como atribución del legislador, fue destrozado debido a que este último podía promulgar o autorizar también órdenes especiales de cualquier clase. Cada una de sus decisiones fue investida de la dignidad de precepto jurídico, aun si nada tenía en común con la justicia.
Separar las funciones
¿Es verdaderamente necesario que la misma corporación ejerza ambas funciones? ¿No nos brinda el sistema bicameral existente en la mayoría de los países, un sencillo instrumento para separar ambos cometidos? Desde el punto de vista histórico, se habría podido llegar fácilmente a un tal estado de cosas. Algo así se habría originado si al tiempo en que, en Inglaterra, la House of Commons logró autoridad exclusiva sobre las finanzas estatales y, por ende, sobre la conducción de los negocios del gobierno, la House of Lords hubiese exigido el poder exclusivo de efectuar transformaciones en el derecho vigente. Tendríamos así una verdadera asamblea preceptuante del derecho, cuyas normas obligarían, tanto al ciudadano particular como al gobierno, y a la representación popular instructora de este último.
Una delimitación tal de las funciones de dos asambleas representativas requeriría, naturalmente, un potente tribunal constitucional, que contuviese a cada una de ellas dentro de los límites trazados por la constitución y determinase especialmente, caso por caso, lo que es una verdadera regla de justicia y lo que constituye apenas una ordenanza organizatoria de la administración, o algo semejante. Para que una circunscripción tal fuese eficiente, debería presuponer también que ambas cámaras fuesen elegidas conforme a diferentes principios democráticos y que su composición, por lo tanto, no fuese normalmente la misma. La preceptuante del derecho debería ser una corporación estable, elegida para largos períodos y cuyos miembros serían reemplazados paulatinamente y no serían reelegibles después de un prolongado tiempo de servicios. Pienso, por ejemplo, que los electores de cuarenta años delegarían anualmente representantes de su medio, para un período de quince años, para que así un quinceavo de sus integrantes pudiese ser reemplazado cada año. A los diputados salientes no les haría reelegibles, como he dicho, pero les aseguraría un empleo remunerado como jueces durante otros tres lustros, de tal modo que fuesen verdaderamente independientes de organizaciones partidarias.
La asamblea gubernamental, por el contrario, que se ocuparía esencialmente en tareas de corto plazo, podría tener la conformación de los parlamentos actuales y sería solamente de indicarse -hoy es muy frecuente el caso– que el gobierno mismo sería simplemente una comisión de la corporación (o de su mayoría). Gobierno y asamblea gubernamental estarían entonces supeditadas a normas jurídicas fijadas por la otra cámara; serían ambos representantes del poder ejecutivo y así tendríamos nuevamente una verdadera repartición de la autoridad y un gobierno sometido realmente al derecho.
Permítaseme aun ilustrar con un ejemplo, cómo se coordinaría la actividad de ambas corporaciones. La segunda cámara, a la que he denominado la asamblea gubernamental, tendría poder exclusivamente sobre la determinación de los gastos del Estado. El presupuesto es quizá la ley más característica, la que menos tiene que ver con preceptos jurídicos. Podría, incluso, de año en año determinar la suma que debe ser recaudada por conceptos de impuestos y otros. Por la clave conforme a la cual serían repartidos estos gravámenes, la porción que compulsoriamente podría ser tomada a cada ciudadano tendría que ser determinada en forma de un precepto jurídico general por la asamblea preceptuante del derecho. Difícilmente puedo imaginarme una regulación más provechosa que la de quienes deciden sobre la suma global de los gastos estatales sepan que cada desembolso adicional tiene que ser pagado por ellos y sus mandatarios, con arreglo a una tarifa inmodificable por ellos mismos.
Los objetivos desalojan al derecho
No es éste el lugar para seguirse refiriendo a los detalles de una constitución tal, que por primera vez convertiría en realidad el ideal del Estado jurídico. Quiero solamente agregar que, mientras más me ocupo en esta idea, bosquejada inicialmente sólo como experimento mental, más digna me parece de seria consideración. Acaso pueda aún, para concluir, compendiar el principio que le serviría de base, mediante las agudas expresiones que al respecto oí recientemente de mi colega londinense, el profesor Michael Oakeshott. Él distingue entre el ideal de una sociedad nomocrática en la cual rigen solamente reglas jurídicas generales, y el hecho de una telecrática que compele al individuo a servir a determinados fines señalados por el gobierno y que se caracteriza cada vez más. El telos, o la conveniencia, desaloja siempre más al nomos o el derecho. ¿Podemos contener aún este proceso y salvar la libertad personal si, como los antiguos atenienses, confiamos todas las modificaciones del derecho (a las cuales puede ser obligado el particular) a nomotetas especiales y sometamos del todo los igualmente elegidos telotetas, si se me permite conformar tal expresión, facultados para administrar metódicamente los medios encomendados al gobierno, a los nomos fijados por los primeros? No creo que, sin un cambio tal de nuestras instituciones, podamos detener o hacer retroceder este ya tan avanzado desenvolvimiento. La solución que hemos insinuado posibilitaría a la vez la creación paulatina de un orden supranacional, en el que todos los gobiernos nacionales empeñados en la coronación de metas concretas, estuviesen así subordinados a normas iguales que al mismo tiempo protegiesen a los ciudadanos de la arbitrariedad de sus gobernantes.